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critica en REVISTA INROCKUPTIBLES


Escoria. El lado B de la fama. Escrita y dirigida por José María Muscari. Teatro del Pueblo.

José María Muscari retorna, pero con variaciones, a un viejo y permanente tópico de su teatro: La fama. Podría decirse que éste es un tema sobre el que permanentemente piensa, a veces con admiración y otras con rechazo. Porque en realidad Muscari realiza, a pesar suyo tal vez, una mirada sumamente crítica de las industrias culturales en el modo de construir y determinar a los cuerpos, en su relación con la belleza y en el uso y abuso que las industrias culturales hacen sobre los individuos de los que se sirve para su propio crecimiento. Podríamos afirmar que se sirve de las ideas de Theodor Adorno sin haberse relacionado siquiera con su pensamiento.
Escoria no es lo que parece. No se trata de trabajar sobre la basura, sobre los restos. No es un modo de calificar al nutrido grupo de actores que utiliza en esta ocasión, sino el apellido de un ficticio productor al que estos actores desempleados quieren homenajear organizándole una fiesta de cumpleaños, aunque no se puedan poner de acuerdo sobre el nombre de pila. Lo único que importa de ese cuerpo ausente es que es una potencial fuente de trabajo.
Esa es la línea argumental que le sirve como excusa para poner en escena a un grupo de actores que entrará rápidamente en la dimensión emocional del espectador. ¿Quién no recuerda a la Tana Alan en sus participaciones televisivas provocando con su cuerpo despampanante? ¿O a la buena de Liliana Benard, o la seducción en la revista porteña de Gogó Rojo, o la teatralidad en los trabajos televisivos de Osvaldo Guido, o a Willy Ruano, o las canciones de Julieta Magaña, o a Paola Papini, o a Marikena Riera, la antagonista de Andrea del Boca, o a la eternamente rubia y mala Cristina Tejedor? Y ni qué decir de Héctor Fernández Rubio, célebre por su metáfora sobre las blancas palomitas en la mítica escuela en la que Jacinta Pichimahuida enseñaba a un grupo de díscolos niños.
Como puede verse, son los 80 en escena con algunos retazos de los 90 mostrándose cruelmente en toda su decadencia. Pero no por ellos. No. Por la industria que en algún momento los utilizó para luego dejarlos descartados, teniendo que hacerse cargo ellos mismos, y en soledad, de su propia psiquis y sensaciones.
Muscari los homenajea, los construye con piedad y ternura. Los deja hacer aquello por lo que la gente los recuerda pero diez, veinte años después. Y parece que al tiempo que los exhibe los acaricia, los abraza, para que ellos puedan pararse y decir “aquí estamos”. Soy remisero. Crío perros. Estoy sin trabajo. Soy sin ustedes.
El labo B de la fama es el abandono, es el brillo opacado. Pero por otro lado también nos permite reconocernos, como espectadores, en torno a la inocencia. Es ver que la seducción televisiva no estaba asociada a la prostitución y también es ver que aquellos hombres y mujeres gozaban de un talento que iba más allá de una figura impactante para la cámara de entonces. El trabajo de Noemi Alan en ese sentido es superlativo. Su emocionalidad, su furia, su ternura, su fragilidad. Todo aparece sobre el escenario, deja la vida. Y con talento. O ver a Gogó Rojo, quien nos permite ver qué era en nuestro país ser vedette. Hace una sutil coreografía, mueve una mano y transmite erotismo, no banalidad.
Muscari hace un espectáculo que se sirve del pasado para mostrar un tiempo cargado de mayor ingenuidad, pero que deja en evidencia la vacuidad del presente, el carácter prostibulario de un tiempo que opera igual, usando y tirando cuerpos sin ningún tipo de culpa, pero donde los de antes eran cuerpos con contenido. Lo que hoy se tira ni siquiera alcanza a penetrar en el imaginario como para sospechar que dentro de veinte años, un Muscari del futuro pueda hacer una Escoria con lo descartable del presente. Porque, parece decir el espectáculo a través de la interpretación, nuestro presente es descartable en sí mismo.
Federico Irazábal

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